jueves, 30 de septiembre de 2010

La biografía de Alfred Zimmerman

Nací un 10 de noviembre de 1928 en un pequeño pueblo de Europa cuyo nombre, aunque dijese, no sabríais pronunciar. Recuerdo los verdes campos, las colinas altas y las ovejas tranquilamente pastando. Heidi casi podría haber estado por allí, campando a sus anchas, y nadie se habría alarmado de verla.

Yo era hijo único, y no puedo decir mucho sobre mis padres, salvo lo que sus rasgos decían de ellos. Mi padre, Siegfried, tenía ojos azules y tez clara característica del lugar. Mi madre, sin embargo, tenía unos ojos profundamente azabaches y nariz ganchuda, lo cual no impedía que fuese la madre más bella del mundo ¿Su nombre? Steffani Además de con ellos, vivía con mis abuelos maternos y una buena parte mi familia paterna. Mi tío tenía por costumbre leerme relatos de un filósofo de mi país, Friedrich Nietzsche, tras los cuales yo no paraba de hacer preguntas. Más de una vez había escuchado a mi madre discutiendo con mi tío sobre la conveniencia de leerle relatos tan sumamente complicados (a mí me divertían) a un niño de apenas unos 8 años. Yo prefería irme a mi sitio “favorito”, en lo alto de una colina, con mi propio tronco de árbol cortado, para jugar. Las vistas eran espectaculares, y yo soñaba que era el rey de todo aquel valle.

Los primeros años de mi vida los pasé fácilmente y sin muchas complicaciones. Estábamos un poco aislados de la ciudad, éramos personas que se dedicaban a labrar el campo y muy de vez en cuando bajábamos por el Rhin hasta la capital.
Por ello, mi casa se volvía una odisea cada vez que hacíamos una expedición a la ciudad, y más concretamente cuando nos quedábamos allí a dormir en el hospicio de un amigo de mis padres. Yo me volvía loco solo de pensar que iba a poder ir a la ciudad, y mis padres lo sabían. Por eso, no fue demasiado extraño el día que me dijeron que por mi décimo cumpleaños, iríamos a la capital a pasar dos días. El 9 de noviembre de 1938, todo estaba completamente listo para ir a la ciudad, y así lo hicimos. Con una pequeña maleta, partimos hacia la urbe en lo que me parecía el mejor cumpleaños de mi vida. Fuimos sólo 4 personas; mis padres, mi tío y yo.

La llegada a la capital fue tan espectacular como me la había imaginado, y al poco de llegar yo no paraba de pedirle a mis padres que me comprasen todo tipo de chucherías. En realidad, no era un niño caprichoso, más les pedía que me lo comprasen por llamar su atención sobre ello que por otra cosa.

Yo enseguida noté que algo raro pasaba. Gente yendo de aquí para allá, como sabiendo que allí se cocía algo. Llegamos al hospicio, y mi padre comenzó a hablar con el dueño. Aunque mi madre me instó a dejar las pequeñas bolsas de cuero en nuestras respectivas habitaciones, pude notar la expresión de gravedad por el ceño fruncido de mi padre mientras hablaba y murmuraba contrariado que habíamos elegido un mal día para ir. Yo medio me enfadé, ¡al día siguiente era mi cumpleaños!
Mis padres, por algún extraño motivo, decidieron quedarse en el hospicio todo el día, mientras que mi tío y yo fuimos a comprar un par de cosas. Notaba que allí se estaba fingiendo, y que aparentaban estar felices cuando en realidad algo les preocupaba. Sobre todo lo noté en la cena, pues mis padres no dejaban de contemplarme atentos para ver cómo reaccionaba yo a todos los ruidos que podía escuchar en la calle. Porque los cristales rotos, haciéndose añicos en calles cada vez más próximas, no me pasaban desapercibidos… y yo sabía (aunque no conseguía notarlo en sus expresiones) que estaban muy preocupados.

Con rápidos movimientos, mi madre me llevó a la habitación, y se acostó en la misma cama que yo, tal y como le pedí asustado. No me estaba gustando aquello, saber que pasa algo y no saber lo que pasa al mismo tiempo, y sabía que a mi madre tampoco. No dejó de mirarme en todo el rato que yo intenté dormir. Y cada vez que yo volvía a abrir los ojos, me susurraba palabras de consuelo para que durmiese… pero no lo consiguió. Acabé preguntándole cosas sobre determinados temas por los que sentía curiosidad, pero que usaba como excusa para olvidarme de que algo pasaba fuera. Cosas sobre Yahveh, sobre Abrahám, los profetas de nuestra religión. Y ella me dijo de jugar a un juego: Yo no volvería a hablar sobre mi religión, ni las personas importantes en ella, hasta que ella no me lo volviese a pedir. Yo accedí, y ella me contó un cuento para que me durmiese, pero no lo consiguió. Sabiendo de su fracaso, y previamente mirando el reloj que había colocado en la habitación, susurró un lindo “feliz cumpleaños” y me colocó frente a mí un paquetito hábilmente envuelto. Quizá fueron mis ojos, que debieron de brillar muy intensamente, que se le iluminó la expresión al verme tan feliz e ilusionado por poder abrir a las 12 de la noche mi regalo de cumpleaños. Y cuál debió de ser mi expresión al ver que mi madre me había regalado un sencillo colgante, que se puso a reír con carcajadas ahogadas. Me hizo prometer que se lo devolvería para poder dármelo otra vez, y volver a ver mi cara. Trato hecho.

Lo posterior no lo recuerdo apenas. Sé que los ruidos de fuera se habían intensificado, que hacía mucho calor y que escuchaba el crepitar de la madera peligrosamente cerca. Pasos. Golpes. Gritos. Más pasos. Abrieron la puerta de golpe y hubo un forcejeo. Intenté seguir escaleras abajo a los hombres que lucían un uniforme con dos “eses” (SS) en sus cuellos. Intenté entender qué se les pasaba por la cabeza para hacer una cosa así, pero no pude.

Vi cómo en el vestíbulo del hospicio era mi padre quien gritaba e intentaba impedirles que se llevaran a mi madre, que gritaba, lloraba pero luchaba contra ellos. Sé que, a la señal de mi padre, mi tío me agarró y me sacó por una puerta trasera. Yo me resistí, viviendo mi pequeña batalla contra un secuestrador que, a diferencia de los de mi madre, este sólo deseaba mi bien. Mi tío debió de acabar cargando conmigo todo el trayecto hasta mi casa.

Dos angustiosos días, en los que nadie me respondía a ninguna pregunta y en los que toda mi familia intercambiaba miradas angustiadas constantemente, fueron lo que tardé en conocer la noticia. Alguien llamó a la puerta. Me apresuré a abrir, para encontrar a mi padre en el umbral de la puerta, lleno de magulladuras, cortes, y de un profundo pesar. Debí desatar en él una tristeza incontenible, pues hizo algo que nunca le había visto hacer: Lloró, y yo también al sentir que ella se había ido…
Un par de meses después, desperté de madrugada tras una amarga pesadilla, y decidí subir a la colina que yo llamaba "mi sitio favorito". Me sorprendí al ver a mi padre allí sentado, contemplando el horizonte y un sol que no dejaba de obligarnos a guiñar los ojos. Lo encontré vestido con la ropa que él no se pondría para estar por casa, y me asusté. Hablé con él, los dos sentados en mi sitio favorito. Él me dijo, sin embargo, que mi madre volvería. Que sólo se había ido de viaje, y que algún día volvería, y volvería primero a aquella colina, a lo que yo llamaba mi sitio favorito. Le prometí que siempre que pudiese, iría allí, y él me preguntó si yo haría lo que fuese por que Mamá volviese. Le aseguré que sí, y él me sonrió. Me hizo volver a la cama tras media hora de estar allí abrazados.

No me sorprendí demasiado cuando mis familiares me preguntaron asustados dónde estaba mi padre. Le dije que había ido a buscar a mamá, y que cuando la encontrase la iba a traer a "mi sitio favorito".

Al principio me parecía un juego, y subía allí, a esperar, y esperar. Al principio jugaba mientras esperaba. Pero pasaron los meses, incluso un año, y ya no jugaba. No hacía más que subir allí a llorar, y a seguir llorando, sintiéndome como un auténtico crío. Sin embargo, la época de los llantos dio paso a la de quedarse sentado, a esperar y a pensar. En plena adolescencia, me sentaba allí a ordenar mis ideas, y mis pensamientos, y sobre todo, mis sentimientos. Pensaba en las chicas, en la casa, en las lecciones de matemáticas que mi tío me impartía... y cada vez pensaba menos en mis padres. Inconscientemente, creía que si no pensaba de forma directa en ellos, el dolor se iría.

Y pasaron más años, y la frecuencia con la que subía a aquel lugar disminuyó. Mis abuelos maternos, judíos, tuvieron que marcharse de mi casa para evitar problemas. Ya había atado cabo, y había entendido qué había sucedido con mi madre, y mi padre, y poco más me importaba ya. Sabía lo de la guerra, y sabía que por la proximidad de nuestro hogar a Berlín, corríamos un grave peligro, pero no podíamos dejar nuestra casa sin más. El sentimiento de amenaza acabó en el año 1945, que fue un año feliz para todos por la caída de la dictadura, pero yo sólo pensaba en ir a la universidad y formarme.

El resto fue fácil. Me casé, tuve hijos y formé una familia. Compré una casa en Berlín tan pronto como pude, y me preocupé de mantenerme tan ocupado como para no recordar los dolorosos momentos ocurridos aquella noche en el hospicio.

Sin embargo, en mi quincuagésimo cumpleaños, un 10 de noviembre de 1978, buscando entre unos viejos pertrechos encontré un medallón que me resultaba dolorosamente familiar. Por un momento, recordé la desaparición de mi madre, y la de mi padre para ir en su búsqueda. Recordé toda mi vida tal y como no había sucedido, tal y como habría pasado si no hubiese pasado aquel terrible encuentro personal con la muerte y la desesperación. Y recordé la conversación con mi padre en la colina, cuando me prometió que mi madre volvería (y, por consiguiente, él también) al mismo lugar, a mi lugar, a mi pequeño santuario de reflexión y tristezas, de pensamiento y alegría. Tras golpear algo fuertemente por la rabia y la impotencia, me calmé y decidí hacer una pequeña expedición hacia "mi lugar favorito". Fui con mi mujer, con mis dos hijos, y les hice creer que era un lugar como otro cualquiera, pues contarles toda la historia me habría hecho estallar en lágrimas.

A pesar de ello, el mantener la boca cerrada no me libró de tal condición. Llegué, y todo se me antojaba exactamente igual que como lo dejé, quizá menos hojas en un árbol, e incluso el tronco donde me sentaba a pensar, estaba ya recubierto de moho.
Hubo algo que me llamó la atención. Dos rocas, perfectamente talladas y del largo de una persona cada una, yacían incrustadas entre la hierba, y en el terreno. Temblando, me acerqué lentamente a ellas, y un saborcito a sal se deslizó por mis mejillas hasta llegar a mis labios mientras cogía el medallón y lo colocaba sobre una de las rocas.

Mi mujer, sorprendida y a la vez emocionada, se acercó y leyó en voz alta, para hacerme saber que era real.

"Siegfried y Steffani Zimmerman. Alemán enamorado. Judía luchadora. Padres orgullosos."

Alfred Zimmerman muere un 5 de diciembre en el año 2008 por una parada cardíaca en la ciudad de Berlín. La ciudad siempre recordará su historia y sus aportación a la ciencia y a la filosofía alemanas. Sus hijos le transmitirán a sus generaciones la increíble historia que le sucedió a su padre.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Cambio

Hay veces que sí que entiendo la ideología política coservadora, como mecanismo (¿in?)evitable de la conciencia humana, siendo esto aplicable a situaciones, personas y sentimientos. Y es que la persona siempre tiende a mantener lo que tiene antes que a dar el paso y cambiarlo, por mucho que sepa que lo nuevo puede reportarle muchos beneficios.

Esto implica lo difícil que es saberse en mitad de una decisión, sin saberse si mantenerse igual o lanzarse de cabeza a una piscina a la que, aunque se sabe que el agua está más caliente que la temperatura ambiente exterior, siempre cuesta lanzarse.

Eso sí, sólo hay dos problemas más terribles que el haber tomado ya la dolorosa decisión: Primero, que uno conscientemente sepa que el cambio es mejor, pero no quiera darse cuenta de la realidad. Dos, que hayan sido los acontecimientos los que te han empujado a actuar así, y que ya tomada la decisión, siga pareciendo la mejor opción, pero no la única buena.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Poemas no llenos, poemas ajenos

Triste e hiriente
arreglado y sin traje
Más que indecente...
¡Qué gran ultraje!

Solo no aprende
rueda salvaje
Amable comprende
¡Y sabe de potajes!

Si vive, es inerte
si muere, con vendaje
vendado se emprende
un temible viaje.

No, hoja perenne
no, dulce oleaje
Otro no al siguiente
Otra orden al paje

Líquido ardiente
bombea el tatuaje.
Arquea los dientes,
no piensa en viraje

Con lucecita alegre
se paga el peaje
Dos esferas y un visaje
¡Al abordaje!

La noche sorprende
nadie lo debate
el joven arremete
más no busca el linaje.

Será que le divierte
ver disparates
será que se somete
a duelos sin empate.

Triste e hiriente
arreglado y sin traje
Más que indecente...
¡Qué gran ultraje!

El tiempo arremete
ya realiza el canje
lo que das, lo tienes
lo demás, aparte.

Olvida la locura
¡recházala tajante!
Y si no procura
Que al final no te espante