jueves, 15 de enero de 2009

Hassack y Hasser 4 // Azufre I

Tras más de medio año sin escribir nada sobre Hassack y Hasser, al final me he decidido. Sin embargo, esta vez quiero añadir un nuevo personaje a el mini-relato de los hermanos, que, si habéis leído los tres relatos anteriores, sabréis cuál será la relación que los une enseguida. Eso sí, habrá una breve diferencia: Lo escribiré en primera persona, por probar algo nuevo.

Nada más. Un abrazo.

Azufre I



Otro día más en Bo-dam. La luz, filtrada finamente a través de las vidrieras de la posada, consiguió despertarme enseguida. Me revolví sólo una vez antes de levantarme de mi lecho, y me vestí presto para otro día más en el pueblo escondido en la montaña.

La montaña donde se hallaba situado Bo-dam era de una altura escasa. Sin embargo, la gente del pueblo se las había apañado pocas décadas atrás para construir sus casas de madera dentro de una profunda grieta que acababa en la nada, en un barranco, y se fundía con la oscuridad cada noche.

Así, al salir de la casita construida de inusual madera, comencé a pasear por los puentes colgantes que comunicaban las dos paredes rocosas, paralelas. De vez en cuando, aprovechando un poco los huecos que el viento había acabado haciendo por accidente en la fría piedra, aparecía erigida una casita de madera. Había cientos de casitas a ambos lados del precipicio.

Conforme acabé de cruzar el último de los puentes antes de llegar a mi destino, reparé en que La Entrada estaba más concurrida que otras veces. La Gran Casa de Madera - como otros la llamaban - era la entrada a la parte interna de la ciudad, que había aprovechado una cueva mucho mayor que la de las casas de madera para edificar un gran templo. Decían que era idéntico - de hecho, así se llamaba -, en sus formas de piedra imitando la madera, a otro templo, demasiado lejos como para permitirme conocer si eso era cierto. De todas formas...

Como no iba a saberlo nunca, luchaba por evitar la curiosidad. Formaba parte de mi entrenamiento como mago.

Intenté olvidar de inmediato las razones por las que había acabado abandonando mi familia, mudándome a Bo-dam con el único propósito de conocer el Templo Idéntico, para luego más tarde ser aceptado por el maestro Yauf.

No me sorprendió ver aquel típico tono gris indiferente en su mirada cuando, por enésima vez, había llegado tarde.

- Buenos días – pude articular.

- A practicar el hechizo de fuego.

El maestro me fue claro y conciso. De inmediato le hice caso, y, tratando de olvidar cada una de mis reflexiones, levanté la mano derecha y el hechizo comenzó a brotar por mi boca en forma de verbo, por mis manos en forma de energía, y por el aire en frente de mí en forma de fuego, tomando forma de esfera.

Yauf jamás lo habría reconocido – según él, para defender mi “joven e impoluta” mente de los pensamientos orgullosos –, pero había mejorado en aquel hechizo, y mucho. Yo no era un virtuoso de la magia, como aquellos hechiceros sobre los que yo mismo me había obligado a investigar en los libros, pero la verdad es que el trabajo y el afán de superación no era algo que me faltase.

Medio lustro casi hacía que me había ido a vivir a Bo-dam. Y todo me iba tan bien...

Cuando acabé de repetir una y otra vez el repetitivo hechizo y me disponía a irme del templo, reparé en un brillo en los ojos de mi maestro, uno que antes no había visto...

Aquello indicaba...

¿Ilusión?

Como respondiendo a este interrogante, una voz totalmente conocida para mí dijo una palabra que me hizo derrumbarme:

-¡Hijo!

En ese momento, mi corazón dio tal vuelco que pensé que iba a caer desplomado en cualquier momento. Me giré lentamente y miré aquellos ojos verdes, aquella sonrisa amable – que se había tornado amarga –, aquella nariz simple y aquellas manos, como siempre, extendidas hacía mí. De no ser por sus manos, aquellas manos sencillas, impotentes, no habría sacado las fuerzas de ningún lado para salir a su encuentro.

Hubiera querido haber dicho alguna palabra de reconocimiento, de cariño; de hecho, no sé si verdaderamente llegué a proferir algo a parte de aquel farfullo estúpido, pero mi gesto habló por si solo. Me fundí con mi madre en un ansiado abrazo.

Cuando el tiempo volvió a su curso, pude ver que detrás de mi madre también estaba mi padre, mi hermana, y mi abuelo. Un sabor salado comenzó a descender por mi mejilla y me llegó a la boca.

Tras saludarlos a todos, casi comenzamos a enfrascarnos en una conversación, en la que yo no paraba de hacer preguntas (“¿Cómo está Tidán? ¿Y Gluck? ¿Qué ha sido del viejo Fodi?”), y las respuestas eran siempre alegres, rápidas, entusiastas.

Al final, decidimos salir del templo para dirigirnos a la posada más cercana.

Durante el trayecto, fui contándoles aquello más relevante sobre la ciudad. Incluso, les dije la precaución fundamental de la ciudad, llegado el punto:

-... pero las formaciones de roca se deben principalmente al volcán que hay a varios pies de aquí. No os voy a mentir, no es un volcán inactivo, suele erupcionar con cierta frecuencia. Pero, ¡tranquilos! Este pueblo ha sobrevivido tanto por sus medidas de seguridad. Afortunadamente, minutos antes de que entre en erupción, siempre emite un fuerte olor a azufre, el cual es fácilmente detectable. Esto pone en funcionamiento un sofisticado plan que envuelve a magos, que crean un escudo para el pueblo, impidiendo cualquier daño que de otro modo...

Quedé callado enseguida al notar un mendigo con la espalda plantada en la pared del edificio. Pero no me llamó la atención la inusual presencia de un vagabundo en el próspero templo, sino su mirada.

De todas formas, como si fuese un acto involuntario que habría cometido con cualquier persona, le eché una moneda a los pies del chico, que andaba envuelto en innumerables capas de ropa. Le eché lo suficiente para comer y dormir ese día.

El comentario de mi hermana me increpó un poco. Con sólo una década y media de vida, y ya diciendo esas cosas:

-¡Para eso me hubieses dado el dinero a mí!

La mirada del mendigo se posó un instante sobre mi hermana. Juraría que, al mirarla a ella, sus ojos eran rojos como el fuego, y luego, al mirarme a mí, al que le había prolongado la vida un solo día, se tornaron de color verde. Sin embargo, después bajó la mirada y quedó oculto bajo su improvisada visera de piel.

Jamás olvidaría esa mirada, y lo que estaba a punto de sucederme.

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